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sábado, 29 de noviembre de 2008

La paloma, la niña y el sol

Había una vez una niña muy chiquitita a la que le encantaba mirar cómo pasan las nubes. Se tumbaba en el suelo y miraba al cielo. Imaginaba formas con las nubes blancas... corderillos jugando, un barco con todas sus velas al viento, la cabeza de un gran perro bondadoso. Pero se sentía sola.

Un día habló con el sol. Le dijo: "Sol, tú, que eres calor y vida, ¿por qué no me prestas tus rayos hoy?"

Y el sol, que esa mañana se había despertado muy alegre, le regaló un manojo de rayos, uno muy grande. Pero lo hizo con tanta fuerza que pasaron muy altos, por encima de la cabeza de la niña, y siguieron volando hasta pararse en un castillo que tenía una atalaya que arañaba el cielo.

La niña, muy triste, los miró y decidió ir a rescatarlos de esa atalaya tal alta y tan fría, que resplandecía como el mismo sol. Escogió un camino muy largo y, por donde pasaba (pueblos, molinos, puentes y ciudades aún dormidas), dejaba un poco de su inocencia y su paz. En los ríos preguntaba a los peces el camino a su atalaya, en los campos a los labradores, en las ciudades a los artesanos. Y a todos regalaba sonrisas e historias.

Un día, por fin, llegó a ese castillo y a esa atalaya, pero la puerta estaba cerrada y un gran foso lo rodeaba. Comenzó a llorar y un mago, que casualmente por allí se hallaba, se apiadó de la niña y, con un hechizo, la convirtió en paloma para que volara.

Con su pico recogió cuidadosamente esos rayos y los repartió por el mundo, por aquellos lugares que parecen oscuros, sobre aquellas personas que no ven la luz y la desean.

Por eso cuando veas unos rayitos de sol que se cuelan entre las nubes acuérdate de la paloma, de la niña y del sol.